Crecí con la enseñanza de que Dios me castigaría si me portaba mal. La amenaza del fuego del infierno nos mantenía aterrorizados a quienes nacimos en la primera mitad del siglo XX. En mis manos estaba salvarme o condenarme, trabajo que veía superior a mi condición humana. En la balanza de la Justicia Divina el platillo con mis malas acciones arrastraría al otro platillo con mis escasas buenas obras y sería condenado irremediablemente. Por bien librado, me esperaban las penas del Purgatorio.
Ahora sé que Nuestro Señor Jesucristo ya pagó por mis culpas y me amistó definitivamente con su Padre, y que esta Justificación es la obra más excelente de la misericordia de Dios. Dice Juan Pablo II que el Hijo unigénito ha sido dado a la humanidad para protegerla (a ti y a todos nosotros), de ese mal y sufrimiento definitivo que es la pérdida de la vida eterna, el ser rechazados por Dios, la condenación. Nos libró del más terrible de los sufrimientos.
Benedicto XVI, refiriéndose al Purgatorio, dice que, algunos teólogos recientes piensan que el fuego que arde, y que a la vez salva, es Cristo mismo, el Juez y.
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